“No hay dinero en Honduras por eso quiero llegar a Estados Unidos; vengo viajando en balsa luego en tren, y de aventón en aventón llegué a Apizaco para luego aquí a Tepeapulco”, comenta José, uno de los tres jóvenes que esperan el paso del tren, mientras el sol que está en el cenit, le pega con todo en el rostro.
Son las 12 del día, y para los migrantes es un día como cualquier otro, de arriesgues, de esconderse de las autoridades de Migración y por el contrario, visibilizarse ante la gente, aquella en la que confían para que les dé unos pesos, aunque sea poco, pero para ellos es oro, en comparación a lo que en su país tenían.
Aquí con 40 pesos se compran una torta y un refresco y eso es para todo el día, y si bien les va “hacemos dos comidas”, refiere el joven de apenas 22 años y cuyos sueños quedaron truncados ante la pobreza extrema en su país de origen; no deja de pedir para comer a quienes pasan en sus autos, atravesando las vías del tren.
Él al igual que sus otros dos compañeros, Artemio y Carlos, quiere juntar dinero para llegar a Orizaba, esperan abordar a la llamada “Bestia”: “Sabemos que es una lucha a muerte porque en el tren pueden viajar maras”.
José narra que en su tierra se dedicaba junto con sus padres a la siembra y cosecha de café, pero su nación está en el olvido y cada vez peor.
Artemio, uno de sus compañeros, aguarda a un costado de los tendidos de acero, le toca descansar un poco pues ya se turnaron y ahora a él le corresponde la sombra. Se cubre la cabeza con su sudadera sucia, mientras hace a base de latas de refresco unas motos que vende en cien pesos.
En comparación a José y Carlos, recién bañados, a él no le alcanzó para la ducha “luego nos dan chance de ducha, pero prefiero comer a asearme”.
Continúa mientras sus amigos piden dinero: “Cuando se puede subimos al tren y llegamos a Lechería y nos volvemos a regresar, porque no nos alcanza para seguir, podemos seguir viajando si no tenemos dinero”