/ viernes 1 de febrero de 2019

Quedan pocos arrieros

Hasta hace 35 años, desafiaban sinuosos caminos

El oficio de arriero, poco a poco va perdiendo terreno, debido a la apertura de carreteras y falta de interés por parte de las nuevas generaciones.

Así lo define, José Leyva, docente y escritor de Huehuetla, quien refiere que aunque no hay un censo, en toda la Sierra Otomí-Tepehua, no quedan más de 200 personas que se dedican a esta actividad.

Hasta hace unos 30 años, los arrieros desafiaban los caminos de las regiones cafetaleras y manzaneras, así como las inclemencias del tiempo, sobre todo lluvias, crecientes de ríos y calores en extremos.

“Se enfrentaban y desafiaban a las noches alumbrándose con sus linternas y en ocasiones solo con la luz de la luna”, agregó el entrevistado.

Roberto Vera, comentó que en sus tiempos de adolescente y juventud, fue arriero.

“Eran recorridos de Huehuetla hasta Tenango de Doria de casi 10 horas. Había que madrugarle y eran jornadas muy cansadas, pero las fuerzas se van acabando y solo quedan los recuerdos, los caballos y las bestias se vuelven tus amigos y ellos te reconocen y se acostumbran a ti.” Comentó.

La historia de los arrieros en México, se remonta a inicios del siglo 19.

Carlos Guerrero, en su libro, Por los Caminos de mi Tierra, refiere que a falta de carreteras de se tenía que hacer uso de animales como caballos, mulas y burros.

Pese a la marginación de estas regiones los arrieros se volvieron en parte fundamental del comercio.

Solitarios o en grupos llegaban los arrieros a los pueblos para entregar sus cargas y abastecerse también de mercancía que les habían solicitado en sus lugares de origen.

Transportar los productos era una tarea que solo ellos podían hacer ya que la carga tenía que ir bien sostenida.

De igual manera eran los “ángeles guardianes” de sus propios animales, ya que los curaban de fiebres, diarreas o heridas, utilizando medicamentos o bien hierbas o brebajes.

De igual manera, eran muy meticulosos para herrar a las bestias y no lastimarlas en puntos vulnerables.

Se caracterizaban por su atuendo: botas, sombrero y mangas de cuero para protegerse del agua y su épico silbido y “folklórico” lenguaje en sus jornadas.

El oficio de arriero, poco a poco va perdiendo terreno, debido a la apertura de carreteras y falta de interés por parte de las nuevas generaciones.

Así lo define, José Leyva, docente y escritor de Huehuetla, quien refiere que aunque no hay un censo, en toda la Sierra Otomí-Tepehua, no quedan más de 200 personas que se dedican a esta actividad.

Hasta hace unos 30 años, los arrieros desafiaban los caminos de las regiones cafetaleras y manzaneras, así como las inclemencias del tiempo, sobre todo lluvias, crecientes de ríos y calores en extremos.

“Se enfrentaban y desafiaban a las noches alumbrándose con sus linternas y en ocasiones solo con la luz de la luna”, agregó el entrevistado.

Roberto Vera, comentó que en sus tiempos de adolescente y juventud, fue arriero.

“Eran recorridos de Huehuetla hasta Tenango de Doria de casi 10 horas. Había que madrugarle y eran jornadas muy cansadas, pero las fuerzas se van acabando y solo quedan los recuerdos, los caballos y las bestias se vuelven tus amigos y ellos te reconocen y se acostumbran a ti.” Comentó.

La historia de los arrieros en México, se remonta a inicios del siglo 19.

Carlos Guerrero, en su libro, Por los Caminos de mi Tierra, refiere que a falta de carreteras de se tenía que hacer uso de animales como caballos, mulas y burros.

Pese a la marginación de estas regiones los arrieros se volvieron en parte fundamental del comercio.

Solitarios o en grupos llegaban los arrieros a los pueblos para entregar sus cargas y abastecerse también de mercancía que les habían solicitado en sus lugares de origen.

Transportar los productos era una tarea que solo ellos podían hacer ya que la carga tenía que ir bien sostenida.

De igual manera eran los “ángeles guardianes” de sus propios animales, ya que los curaban de fiebres, diarreas o heridas, utilizando medicamentos o bien hierbas o brebajes.

De igual manera, eran muy meticulosos para herrar a las bestias y no lastimarlas en puntos vulnerables.

Se caracterizaban por su atuendo: botas, sombrero y mangas de cuero para protegerse del agua y su épico silbido y “folklórico” lenguaje en sus jornadas.

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