/ sábado 16 de septiembre de 2017

El Mix, del crimen al rescate de la infancia en Cd. Juárez

Un enamorado de la música, de su esposa y sus dos hijos

Esta historia comienza un 10 de mayo del 2010 en Ciudad Juárez. Mientras hijos y madres se congratulan para celebrar el día de la madre, las escuelas se visten de festival, los restaurantes sirven el mejor menú y el señor de las rosas rojas vende más de lo habitual, Alejandro un adolescente al que le apodan El Mix, se debate entre la vida y la muerte tras recibir 116 puñaladas que entran y salen de su cuerpo como garras felinas encima de su presa. Ese mismo año, el más violento en toda su historia, morir adolescente en Ciudad Juárez se convirtió en un lugar común, tanto como el ejecutómetro que se difundía por la radio local. Después de la rigurosa canción de banda, algunos locutores solían contabilizar los muertos del día. Hubo un día, una tarde, donde los muertos de Juárez superaron los de Kandahar en Afganistán y Bagdad en Iraq.

Pintando la realidad

Alejandro había llegado a los 20 como muchos jóvenes juarenses que sobrevivían a “la ciudad más violenta del mundo”. Ingresó a los 14 a una pandilla local al mando de un cartel que diario daba la nota roja, disputó zonas para el trasiego del tráfico al menudeo, le agarró gusto al alcohol aunque asegura que jamás  consumió drogas ilegales, se sintió un joven con poder de amenazar a otros menos rudos y de amedrentar a la maestra de matemáticas para librar la secundaria.

Una tarde de escuela, Alejandro recibió una invitación inusual para tomar en las tardes un taller de grafiti. Aceptó sabiendo que lo suyo no era dibujar pero tampoco la vida nocturna que llevaba antes de aprender. Con el paso del tiempo, Alejandro aprendió a expresarse dibujando frases y paisajes de juventud. Después le apostó a la serigrafía y ambas cosas le cambiaron la suerte. CASA, la organización civil que llevó los talleres a su escuela, le ofreció trabajo como tutor de un grupo de chavos que como él, querían ocupar su mente en actividades lúdicas y artísticas para no darle paso a la violencia.

Alejandro trazó un destino desde la secundaria, con todo y lo que significa llegar hasta allí, en una ciudad donde 17 mil jóvenes se retiran de la primaria. Pintando para distraer la realidad de una ciudad que escupía a los niños y adolescentes como él. Una Ciudad Juárez que se caía a pedazos.

¿Llegaría Alejandro a los 21? aún no lo sabía. Era lunes y el alcohol de la noche anterior le hacían más difícil iniciar la semana. El sofá donde reposaba olía a ayer, apestaba a noche de copas, sudor y cigarrillo. Había llegado a esa casa, a ese sofá prestado, con la intención de salvarse de sí mismo después de verse acurrucado debajo de un puente, sin familia que soportara la vida que eligió, con el estómago vacío, el hígado cargado de licor y varios enemigos buscándolo para terminar con su adolescencia precoz.

Alejandro está dormido en una cama de hospital

Dos horas antes, dormía en un sofá en la casa de un amigo que le ofreció techo y comida a cambio de cuidado y limpieza de su nuevo escondite. Iba a la secundaria, tomaba clases de dibujo y serigrafía, en las tardes cuidaba una casa lo suficientemente grande y espaciosa como para ahuyentar el ayer y concentrarse en el mañana. Pensó que la muerte había dejado de rondarle. Estaba equivocado.

A la seis de la mañana de ese lunes 10 de mayo, el pasado tocó la puerta recordándole que tenía un saldo pendiente. Seis hombres con el rostro descubierto, entraron a empujones a la casa después que su amigo abrió la puerta y lo recibieran con una puñalada en el costado. Preguntaron por El Mix, caminaron a la sala y se prometieron descoserlo a punta de cuchillos cebolleros. Le amarraron los brazos a una silla y dibujaron en él las 116 cicatrices que traerá de por vida.

El cuerpo de Alejandro intoxicado por los excesos del alcohol, enmudeció el dolor de una piel descosida. Con los ojos medio abiertos, a medio morir, recuerda el destello de luz de los flashes de cámaras fotográficas. Peritos forenses y reporteros de la nota roja policial se apresuraron para sumarle otra raya al tigre.

A la mañana siguiente, un titular de prensa resumiría su escape del destino: “Día negro. Mueren nueve, sobrevive uno”.

¿Sabías que es un héroe?

En un Centro de Integración Juvenil en la colonia Azteca de Ciudad Juárez, un muchacho de camisa roja deslavada y boina café, imparte clases de rap en un salón de 15 metros. Allí lo acompañan niños y niñas de entre cinco y doce años,  que arman frases que rimen con paz, perdón y reconciliación.

Mientras el profe pone a girar con sus manos gruesas la tornamesa, sus alumnos se sorprenden por la habilidad que tiene para convertir los sonidos en música electrónica.

Es por eso que hoy a Alejandro lo conocen como El Mix. Es un héroe...  es un héroe.  ¿Sabías que El Mix es un héroe? - le pregunta un niño de seis años a otro de la misma edad en un partido de fútbol que está por comenzar.

En el argot criminal local, El Mix está curado, rezado o simplemente tiene más vidas que un gato.

Ocho años separan lo que fue de lo que es: un maestro que, haciendo gala de su talento nato por mezclar música electrónica, rescata niños de Ciudad Juárez de las garras de la soledad, la violencia, la oscuridad de vivir en situación de calle. Salió de la cama de hospital ante la incredulidad de los propios médicos y regresó a CASA, ese lugar que en la secundaria lo acercó a otra vida, donde pintaba paredes, escribió sus primeros versos y ratificó su gusto por la música.

Debajo de una boina, una camisa de manga larga y pantalones tres tallas extras, El Mix arropa la radiografía de un cuerpo que primero estuvo piqueteado a puñaladas y después quedó bordado con aguja e hilo en un hospital municipal.  Ahora sostiene una pelota futbolera y la lanza a la cancha donde ocho niños  corretean la esfera para alcanzarla, patearla, dar el pase final, meter uno que otro gol, todos uniformados con un mandil azul tan puro como sus ilusiones.

Recostado en una pared grafiteada por manos como las de él, El Mix recuerda el día que volvió a encontrarse con su pasado y con dos de los seis enemigos que fueron a buscarlo esa mañana de mayo. Los tuvo 300 metros adelante de sus pasos cuando caminaba en el barrio de su infancia visitando a mamá. Los siguió a pasó lento por la espalda, sintió la sangre hervir en la sien, se calentó. Pero él ya no era ese. Ese que peleó por una esquina, desafió a una maestra de matemáticas y se bebió lo que encontró. El era un sobreviviente.

La lucha contra el tigre

Un sobreviviente de 24 años que se había enamorado. Primero de la música, después de su esposa y los dos hijos que le daría; luego de su lugar de trabajo como maestro de niños en situación vulnerable, de esos que como él no tienen unos padres de tiempo completo, ni un hogar para refugiarse de la realidad de una ciudad violenta.

Se enamoró de la vida, se enamoró de la docencia y de la universidad que le abrió las puertas para cursar una licenciatura que lo convertirá en docente titulado. También se enamoró de una idea extraña de ser profesor que lo obligaría a impartir clases alejado de un aula cualquiera. El Mix quiere ser un profe que llegue a las calles más escondidas de Ciudad Juárez, que logre rescatar de la nada a todos, a todos los niños en situación vulnerable. Se enamoró de la idea de rescatar la infancia de las garras de la violencia.

El Mix recordó lo que era y la distancia de lo que fue. Dejó de perseguir por la banqueta a sus dos agresores, “me perdoné y los perdoné”.

El sol de despide en la colonia Azteca, un partido de fútbol termina, de un jalón El Mix se descubre la cabeza, los niños sueltan la pelota y corren, corren con la fuerza de sus diez años hacia él y la escena se repite.

- Es un héroe… es un héroe ¿Sabías que El Mix es un héroe? -insiste un niño de seis a otro de la misma edad.

Entonces el mediano se acerca con esos ojos saltones llenos de dudas y queriendo saberlo todo lanza la pregunta.

-¿Qué te pasó en la cabeza Mix? -el maestro deja que le examinen el cráneo y esas rayas, esas 116 cicatrices que parecen carreteras sin pavimento.

Los pequeños le hacen un círculo, El Mix sonríe con la cabeza agachada y como un profesor de literatura infantil, explica lo inexplicable. Repite nuevamente esa historia que corre de boca en boca por los pasillos naranja de su lugar de trabajo y que lo convierten en un héroe de carne y hueso más valiente que Súperman.

“Yo trabajaba en un circo ambulante antes de estar aquí. Cuidaba un tigre bien grande, le daba de comer, lo ayudaba a bañar. Pero un día el tigre se escapó y tenía que detenerlo, entonces corrí, lo atrapé y peleamos, peleamos muy fuerte, me araño la cabeza, el cuello, los pies, todo completo me arañó, pero al final le di al tigre un golpe tan fuerte, tan fuerte, que lo vencí, dobló la cabeza y cayó al piso”.

El Mix se quita la camisa ante un público estupefacto que observa un vientre y una espalda con cicatrices arrugadas como larvas de mariposas.

- ¿Ven? -dice un niño a los demás con ojos de uva fresca extasiados con la historia -se los dije, El Mix es un superhéroe.

Esta historia comienza un 10 de mayo del 2010 en Ciudad Juárez. Mientras hijos y madres se congratulan para celebrar el día de la madre, las escuelas se visten de festival, los restaurantes sirven el mejor menú y el señor de las rosas rojas vende más de lo habitual, Alejandro un adolescente al que le apodan El Mix, se debate entre la vida y la muerte tras recibir 116 puñaladas que entran y salen de su cuerpo como garras felinas encima de su presa. Ese mismo año, el más violento en toda su historia, morir adolescente en Ciudad Juárez se convirtió en un lugar común, tanto como el ejecutómetro que se difundía por la radio local. Después de la rigurosa canción de banda, algunos locutores solían contabilizar los muertos del día. Hubo un día, una tarde, donde los muertos de Juárez superaron los de Kandahar en Afganistán y Bagdad en Iraq.

Pintando la realidad

Alejandro había llegado a los 20 como muchos jóvenes juarenses que sobrevivían a “la ciudad más violenta del mundo”. Ingresó a los 14 a una pandilla local al mando de un cartel que diario daba la nota roja, disputó zonas para el trasiego del tráfico al menudeo, le agarró gusto al alcohol aunque asegura que jamás  consumió drogas ilegales, se sintió un joven con poder de amenazar a otros menos rudos y de amedrentar a la maestra de matemáticas para librar la secundaria.

Una tarde de escuela, Alejandro recibió una invitación inusual para tomar en las tardes un taller de grafiti. Aceptó sabiendo que lo suyo no era dibujar pero tampoco la vida nocturna que llevaba antes de aprender. Con el paso del tiempo, Alejandro aprendió a expresarse dibujando frases y paisajes de juventud. Después le apostó a la serigrafía y ambas cosas le cambiaron la suerte. CASA, la organización civil que llevó los talleres a su escuela, le ofreció trabajo como tutor de un grupo de chavos que como él, querían ocupar su mente en actividades lúdicas y artísticas para no darle paso a la violencia.

Alejandro trazó un destino desde la secundaria, con todo y lo que significa llegar hasta allí, en una ciudad donde 17 mil jóvenes se retiran de la primaria. Pintando para distraer la realidad de una ciudad que escupía a los niños y adolescentes como él. Una Ciudad Juárez que se caía a pedazos.

¿Llegaría Alejandro a los 21? aún no lo sabía. Era lunes y el alcohol de la noche anterior le hacían más difícil iniciar la semana. El sofá donde reposaba olía a ayer, apestaba a noche de copas, sudor y cigarrillo. Había llegado a esa casa, a ese sofá prestado, con la intención de salvarse de sí mismo después de verse acurrucado debajo de un puente, sin familia que soportara la vida que eligió, con el estómago vacío, el hígado cargado de licor y varios enemigos buscándolo para terminar con su adolescencia precoz.

Alejandro está dormido en una cama de hospital

Dos horas antes, dormía en un sofá en la casa de un amigo que le ofreció techo y comida a cambio de cuidado y limpieza de su nuevo escondite. Iba a la secundaria, tomaba clases de dibujo y serigrafía, en las tardes cuidaba una casa lo suficientemente grande y espaciosa como para ahuyentar el ayer y concentrarse en el mañana. Pensó que la muerte había dejado de rondarle. Estaba equivocado.

A la seis de la mañana de ese lunes 10 de mayo, el pasado tocó la puerta recordándole que tenía un saldo pendiente. Seis hombres con el rostro descubierto, entraron a empujones a la casa después que su amigo abrió la puerta y lo recibieran con una puñalada en el costado. Preguntaron por El Mix, caminaron a la sala y se prometieron descoserlo a punta de cuchillos cebolleros. Le amarraron los brazos a una silla y dibujaron en él las 116 cicatrices que traerá de por vida.

El cuerpo de Alejandro intoxicado por los excesos del alcohol, enmudeció el dolor de una piel descosida. Con los ojos medio abiertos, a medio morir, recuerda el destello de luz de los flashes de cámaras fotográficas. Peritos forenses y reporteros de la nota roja policial se apresuraron para sumarle otra raya al tigre.

A la mañana siguiente, un titular de prensa resumiría su escape del destino: “Día negro. Mueren nueve, sobrevive uno”.

¿Sabías que es un héroe?

En un Centro de Integración Juvenil en la colonia Azteca de Ciudad Juárez, un muchacho de camisa roja deslavada y boina café, imparte clases de rap en un salón de 15 metros. Allí lo acompañan niños y niñas de entre cinco y doce años,  que arman frases que rimen con paz, perdón y reconciliación.

Mientras el profe pone a girar con sus manos gruesas la tornamesa, sus alumnos se sorprenden por la habilidad que tiene para convertir los sonidos en música electrónica.

Es por eso que hoy a Alejandro lo conocen como El Mix. Es un héroe...  es un héroe.  ¿Sabías que El Mix es un héroe? - le pregunta un niño de seis años a otro de la misma edad en un partido de fútbol que está por comenzar.

En el argot criminal local, El Mix está curado, rezado o simplemente tiene más vidas que un gato.

Ocho años separan lo que fue de lo que es: un maestro que, haciendo gala de su talento nato por mezclar música electrónica, rescata niños de Ciudad Juárez de las garras de la soledad, la violencia, la oscuridad de vivir en situación de calle. Salió de la cama de hospital ante la incredulidad de los propios médicos y regresó a CASA, ese lugar que en la secundaria lo acercó a otra vida, donde pintaba paredes, escribió sus primeros versos y ratificó su gusto por la música.

Debajo de una boina, una camisa de manga larga y pantalones tres tallas extras, El Mix arropa la radiografía de un cuerpo que primero estuvo piqueteado a puñaladas y después quedó bordado con aguja e hilo en un hospital municipal.  Ahora sostiene una pelota futbolera y la lanza a la cancha donde ocho niños  corretean la esfera para alcanzarla, patearla, dar el pase final, meter uno que otro gol, todos uniformados con un mandil azul tan puro como sus ilusiones.

Recostado en una pared grafiteada por manos como las de él, El Mix recuerda el día que volvió a encontrarse con su pasado y con dos de los seis enemigos que fueron a buscarlo esa mañana de mayo. Los tuvo 300 metros adelante de sus pasos cuando caminaba en el barrio de su infancia visitando a mamá. Los siguió a pasó lento por la espalda, sintió la sangre hervir en la sien, se calentó. Pero él ya no era ese. Ese que peleó por una esquina, desafió a una maestra de matemáticas y se bebió lo que encontró. El era un sobreviviente.

La lucha contra el tigre

Un sobreviviente de 24 años que se había enamorado. Primero de la música, después de su esposa y los dos hijos que le daría; luego de su lugar de trabajo como maestro de niños en situación vulnerable, de esos que como él no tienen unos padres de tiempo completo, ni un hogar para refugiarse de la realidad de una ciudad violenta.

Se enamoró de la vida, se enamoró de la docencia y de la universidad que le abrió las puertas para cursar una licenciatura que lo convertirá en docente titulado. También se enamoró de una idea extraña de ser profesor que lo obligaría a impartir clases alejado de un aula cualquiera. El Mix quiere ser un profe que llegue a las calles más escondidas de Ciudad Juárez, que logre rescatar de la nada a todos, a todos los niños en situación vulnerable. Se enamoró de la idea de rescatar la infancia de las garras de la violencia.

El Mix recordó lo que era y la distancia de lo que fue. Dejó de perseguir por la banqueta a sus dos agresores, “me perdoné y los perdoné”.

El sol de despide en la colonia Azteca, un partido de fútbol termina, de un jalón El Mix se descubre la cabeza, los niños sueltan la pelota y corren, corren con la fuerza de sus diez años hacia él y la escena se repite.

- Es un héroe… es un héroe ¿Sabías que El Mix es un héroe? -insiste un niño de seis a otro de la misma edad.

Entonces el mediano se acerca con esos ojos saltones llenos de dudas y queriendo saberlo todo lanza la pregunta.

-¿Qué te pasó en la cabeza Mix? -el maestro deja que le examinen el cráneo y esas rayas, esas 116 cicatrices que parecen carreteras sin pavimento.

Los pequeños le hacen un círculo, El Mix sonríe con la cabeza agachada y como un profesor de literatura infantil, explica lo inexplicable. Repite nuevamente esa historia que corre de boca en boca por los pasillos naranja de su lugar de trabajo y que lo convierten en un héroe de carne y hueso más valiente que Súperman.

“Yo trabajaba en un circo ambulante antes de estar aquí. Cuidaba un tigre bien grande, le daba de comer, lo ayudaba a bañar. Pero un día el tigre se escapó y tenía que detenerlo, entonces corrí, lo atrapé y peleamos, peleamos muy fuerte, me araño la cabeza, el cuello, los pies, todo completo me arañó, pero al final le di al tigre un golpe tan fuerte, tan fuerte, que lo vencí, dobló la cabeza y cayó al piso”.

El Mix se quita la camisa ante un público estupefacto que observa un vientre y una espalda con cicatrices arrugadas como larvas de mariposas.

- ¿Ven? -dice un niño a los demás con ojos de uva fresca extasiados con la historia -se los dije, El Mix es un superhéroe.

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